Siempre he dicho lo mucho que Disney ha influido negativamente en mi vida. Siempre soñé con tener aquel amor pasional e irrefrenable de las películas; que un príncipe me cogiera entre sus brazos y me llevara a bailar a su palacio y que la sola mirada de mis cabellos le produjera un estado de catatonia absoluta.
El caso es que me llevé un buen chasco cuando el príncipe no sólo no me abría la puerta del carruaje porque la conducía era yo, ni tampoco sabía bailar el vals, ni la brinca, ni la jota, y ya no te cuento si encima en vez de palacio me ofrecía el asiento trasero de su coche… del que salía despepitada en cuanto me olía el percal. Definitivamente, tras mi divorcio, Disney no había sido ninguna buena referencia a la que acogerme en mi infancia.
Así que ahora intento que mis hijas no quieran ser princesas (misión imposible), y se parezcan más a las brujas de los cuentos (ecologistas acérrimas), o a las heroínas de la historia (aunque para mi frustración todavía no han sacado el disfraz de Isabel la Católica o Juana de Arco).
Aunque he de reconocer que, en los últimos tiempos, las películas infantiles han dejado de ser un simple cuento animado, donde la princesa se enamora del príncipe y no se despeina ni aunque el amor de su vida le demuestre la pasión que tiene escondida bajo la capa, para pasar a ser lecciones de moralidad en las que nada es lo que parece, y en las que las princesas modernas pasan absolutamente de su príncipe (véase el caso de Mérida en Brave), o resultan ser monstruos que se tiran pedos y eructos como los demás mortales, tal es el caso Fiona en Srek (una de mis princesas favoritas).
Ahora las nuevas tecnologías permiten una mayor creatividad, e imaginación. Los mundos oníricos se vuelven más mágicos, si cabe, en cuanto llega el ordenador y dota de texturas y movimientos reales a los personajes. Los nuevos guionistas no se contentan con las historias de siempre, ahora nos muestran las contrariedades del mundo real dándole la vuelta a la tortilla y exhibiendo a la luz del proyector y la mirada de los niños, los miedos, inquietudes y moralejas que nosotros, los padres, tanto esfuerzo nos cuesta inculcar a nuestros retoños: las princesas por fin se sueltan la melena y mandan a paseo al príncipe petardo, los muertos se levantan de sus tumbas y se casan con mortales, mientras que caperucita es una malvada que quiere matar al lobo y Maléfica una pobre hada con el corazón roto. Desde luego una lección más real para que nuestros conejillos no se fíen de las apariencias (aunque mis hijas sigan sin reconocer que las princesas se tiran pedos).
El caso es que en los últimos años, las películas animadas se han convertido en auténticas obras de arte dignas de ser visionadas por padres e hijos. Así que, cuando sale una película un poco “diferente”, allí que nos vamos toda la familia a disfrutar de las pocas salidas al cine que nuestra economía y tiempo libre nos permiten.
Boxtrolls, es una de las últimas que han aterrizado en la pantalla. Su tráiler ha estado nominado en los Golden Trailer Awards 2014 como Mejor Tráiler de Animación (¿pero esos premios existen?… ¡pues sí!) y, con la expectativa de estar producida por Laika, la misma productora que hizo la maravillosa Los Mundos de Coraline o El alucinante mundo de Norman, y ser una adaptación del libro ¡Tierra de Monstruos!, una trilogía de Alan Snow, fuimos a verla.
La historia retrata lo que ocurre en Cheesebridge, un pueblo adinerado en la época victoriana donde reina la codicia entre sus habitantes. Obsesionados por la clase social, la riqueza, su principal preocupación son sus apetitosos y exquisitos quesos. Pero todos ellos viven pendientes del mal que habita bajo ellos, en los túneles de la ciudad, donde residen los Boxtrolls, unos monstruos horrorosos y crueles que se dedican a secuestrar durante la noche sus dos bienes más preciados: a sus hijos y a sus quesos. Pero están a punto de descubrir que la leyenda que siempre creyeron puede que no sea lo que ocurre ahí abajo en realidad.
Para ser sincera, la película resultó un poco decepcionante (seguramente porque tenía demasiadas expectativas puesta en ella) aunque lo cierto es que sigue mereciendo la pena ir a verla. Está rodada con la técnica en stop motion, es decir, con muñecos movidos fotograma a fotograma, un trabajo que debe requerir la paciencia del santo Job, pero que tiene su compensación cuando ves la explosión de luz, color, plastelina y pincel que reina en la pantalla.
Bonita historia, bonitos decorados y, quizás, le falla un poco el ritmo, ya que puede resultar en ocasiones un poco confusa y tediosa, sobre todo para los niños (acostumbrados a una dinámica de videoclip), pero toda una lección de moralidad sin mesura sobre crítica social, que más se acerca a una película filosófica que a una inocente historia de monstruos.
Merece la pena quedarse tras los créditos porque nos regalan un minutos de imágenes de cómo se ha rodado la película, que fue lo que más me gustó de todo.
Muy interesante especialmente para los adeptos a la animación.